En cierta ocasión escuché una historia sobre lo que ocurrió en un colegio Montessori. No me llegó por vía directa, pero sí capté su esencia.
En este colegio surgió la idea de hacerse con una mascota que pudiera estar en las clases de los niños para que éstos pudieran hacerse cargo de ella y beneficiarse de las ventajas que esto conlleva y que ya os imagináis: responsabilizarse de un ser vivo, aprender de su especie y demás. Después de investigar y pensar en lo más adecuado, se decidió que la mascota sería un pez y se pusieron manos a la obra. Había que investigar dónde se podía conseguir uno, la ruta para llegar hasta allí, los horarios de la tienda de animales y el dinero que necesitaban para el trayecto y la mascota. Un grupo de representantes iba a ser el encargado de comprar el pez.
Cuando todo esto estuvo preparado, el adulto encargado de guiar a los niños se dio cuenta de que éstos no habían hecho bien las cuentas y que no les iba a llegar el dinero para comprar el pez después de haber comprado los billetes del transporte público. Y aquí viene lo interesante. ¿Qué hizo? Nada. Bueno, seamos justos, en realidad hizo algo fascinante, importantísimo y dificilísimo: callar. Sabía que los niños aprenderían más de la propia experiencia, así que se limitó a “seguir al niño” y a darle margen de autocorrección. Los niños volvieron con las manos vacías, pero conscientes de cuál había sido el fallo y cómo enmendarlo. Y cumplieron con su responsabilidad. Poco después “Estrellita” estaba en las clases.
A mí esta anécdota me dejó fascinada y me revolvió por dentro. ¿Cuántas veces me había adelantado a los errores de cálculo de mis hijas? Buffff… ¿Era realmente necesario intervenir en todos esos casos? Por supuesto que no. Pocas veces no contamos con más oportunidades para enmendar nuestros errores. Si acaso, lo que había conseguido era que se relajaran más y por supuesto, que fueran menos responsables de sus actos, ¡con lo que a ellas les gusta!
Ya sé que para nosotros es mucho más cómodo estar pendientes de que no se olviden las cosas y blablabla, pero ¿alguien ha oído por ahí que educar es fácil? Yo sigo siendo la que tropieza con la misma piedra no dos, sino veinte veces, y me descubro más veces de las deseadas corriendo detrás de ellas los viernes con la mochila de la piscina, pero me siento bien cuando en mi cerebro suena un clic, cuando descubro mis errores e intento enmendarlos. Sí, lo que es bueno para ellas, es bueno para mí, reza mi credo, aunque eso implique no parar y reinventarme todas las veces que sean necesarias. Y de paso, me río un poco de mí misma, que tampoco viene mal, la verdad.
Porque procurar que los niños sean autónomos en su día a día, ayudándoles con materiales correctivos (como en las aulas Montessori) o con medidas adaptadas a sus necesidades (como por ejemplo las rutas seguras en algunas ciudades para que vayan solos al colegio) les va a crear un sentimiento de bienestar y seguridad muy importante para su desarrollo emocional.
Mi hija Emma ahora está en esa etapa en la que quiere salir sola al mundo. Que la deje en la esquina con el coche e ir a casa sola le parece lo más. Un minuto más tarde, sin que lo vea, ya estoy yo chequeando que ha llegado sana y salva, claro. Así que, cuando Mar y yo les comentamos a nuestras hijas mayores que sería bonito que hicieran algún recado juntas, no han parado de recordárnoslo. Un recado adaptado a su momento vital. Caminar por su propio barrio, entrar en una heladería conocida y comprar su helado favorito. Ayudarse mutuamente porque una de ellas es más lanzada para pedir los helados y a lo mejor la otra es más cauta para cruzar la calle. Responsabilizarse del dinero, contar los euros y pagar. Seguro que lo hemos hecho más veces juntas, así que ¿por qué no dar el salto al desarrollo de su autonomía? Y las madres abnegadas, ejerciendo de sombras en la oscuridad, que felizmente, sólo tienen seis años… Y MEDIO!
Marta Pariente
