imagen
Llevo tiempo retrasando este post, pero lo cierto es que quería compartir con el resto el susto que nos pegó Bosquete a principios de año por si nuestra experiencia puede ayudar a alguien, por si puede tranquilizar (un poquillo) a algún padre nervioso y a la espera de pronóstico en la sala de urgencias (y que ande buscando información en Internet aunque todos sepamos que no se deba hacer, porque no suele salir nada bueno de la búsqueda), o por si, quién sabe, puede hacer que quien pase por lo mismo, y Dios quiera que no, recuerde de pronto nuestra experiencia y sea capaz de enfocarlo todo de otra forma. Aunque, para qué engañarnos, hasta que no lo vives en tus propias carnes, es difícil hacerse a la idea.
Siempre he creído ser una persona tranquila. No me suelen estresar las enfermedades de mis hijos, que gracias a Dios han sido pocas y de poca seriedad, y suelo tomarme las cosas con humor, paciencia y filosofía. Bosco estaba con una gastroenteritis y yo, que aquél día tenía que haber ido a la oficina a una reunión, decidí en el último momento que mejor me quedaba por si tenía que llevarle al pediatra. Él aceptaba el suero, y yo trabajaba desde casa tan tranquila, viéndole empachoso porque se encontraba pachuchillo, pero contento. Como el pobrecillo estaba con mucha diarrea, y a cada rato tenía que cambiarle de ropa, en cuanto le daba un poquillo de suero o comía algo le sentábamos en el cuarto de baño con su reductor. En uno de los viajes al cuarto de baño, de pronto y sin previo aviso, se puso rígido, muy rígido, y empezó a hacer ruiditos con la boca.
Y yo no sabía qué hacer. Veía a mi hijo totalmente tieso, con una fuerza que no sabía ni imaginaba que pudiera tener un niño tan pequeño, emitiendo por la boca cerrada unos ruiditos que llevo grabados a fuego en la memoria, mirándome pero sin verme con esos ojos enormes que tiene y de una forma que también me cuesta olvidar, y yo me desesperaba. Incapaz de hacer nada, no porque no quisiera, que claro que quería, ¡cómo para no querer!, sino porque no sabía qué era lo que tenía que hacer. Le daba palmaditas para ver si reaccionaba y se destensaba, traté de abrirle la boca para ver si es que se estaba atragantando, aunque ya sabía yo que no, y entonces me di cuenta de lo fuerte que apretaba la mandíbula. Y ahí fue cuando, de pronto, se me ocurrió que podía estar convulsionando. ¿Y por qué convulsionaba? Ni idea, no tenía ni una gota de fiebre, pero me vinieron de pronto imágenes de películas en las que alguien convulsionaba y se me ocurrió aquello de: «que no se trague la lengua» (punto en el que, si eres médico, pensarás, como me dijeron en urgencias, que qué daño han hecho las películas a vuestra profesión) y le metí el dedo índice para tratar de abrirle la boca (craso error: suerte que a mi hijo le faltaban aún los colmillos que si no, como me dijeron después, me arranca el dedo). Y entonces, y mientras llamábamos al 112 en busca de ayuda, Bosco se quedó laxo. Perdió las fuerzas, cerró los ojos, y yo creí que lo había perdido. Fue, con diferencia, el peor momento de mi vida. Abrí la puerta y salí escaleras abajo con el niño medio desnudo, gritando como una loca; cómo bajaría que el pobre portero de mi edificio estaba ya llamando a la ambulancia para cuando llegué yo al portal.
En esas, desquiciada como estaba, con el niño en brazos y ojos de loca, llorando pero sin llorar (no porque no quisiera, que una es muy llorona, sino porque no me salía llorar. ¿Sabéis esa pesadilla recurrente en la que te pasa algo y no te sale la voz para pedir auxilio?, pues más o menos así andaba yo), nos encontró mi pobre marido al entrar en el portal. Dudamos entre coger al niño y salir pitando a urgencias, o esperar a que llegara la ambulancia, que nos habían dicho que venía de camino. Decidí, en lo que creo que fue la única decisión racional que tomé en esos momentos, esperar a la ambulancia; en mi mente sólo pensaba que era imposible que tardáramos menos que una ambulancia en llegar al hospital más cercano, y que al menos en la ambulancia llegaban médicos que sí que sabrían qué hacer con mi hijo.
No pudieron tardar más de cinco minutos en llegar, aunque a mí se me hicieron como una vida entera. Para entonces habíamos llamado a una de mis mejores amigas, médico, a la que pegué el susto de su vida, la pobre, pero que me dijo lo que necesitaba oír: me dio instrucciones. Me dijo qué hacer. No me dijo nada especial, lo básico en cualquier emergencia: recuéstalo sobre un lado, a ser posible el izquierdo, y controla que tenga pulso. Y eso hice. Y enseguida empecé a ver la respiración rítmica de mi hijo. Y me tranquilicé. Seguía angustiada porque no comprendía qué ni por qué le había pasado aquello, pero ya sabía qué hacer; tenía una misión: controlar que respirara. Mientras eso no me fallara (y gracias a Dios no lo hizo), podía esperar a la ambulancia que llegó, claro que llegó, y yo estaba tan desesperada por que llegara que no di tiempo a los pobres médicos a que pusieran un pie en el suelo que ya había llegado yo con el niño en brazos a entregárselo. Creo que jamás he confiado más en nadie: les entregué a Bosco totalmente convencida de que, fuera lo que fuera, ellos lo solucionarían.
Enseguida nos dijeron que el niño estaba bien, las constantes eran buenas y estaba como tenía que estar tras una crisis con convulsiones: agotado por el esfuerzo, pero bien. Y ahí sí que me derrumbé. Las lágrimas por fin me salían.
De camino al hospital, y varias veces más después en el hospital, pregunté qué era lo que tenía que haber hecho, y todos coincidían en lo mismo: nada. No podía haber hecho nada.
Cuando un niño convulsiona por primera vez lo único que se puede hacer es aguantar el tipo mal que bien, ponerle de costado, controlar el pulso y fijarse muy bien en todo, porque luego te lo van a preguntar: cuánto tiempo ha estado convulsionando (y no: «la vida» no les vale, me temo, ya lo intenté yo ;)), si pone los ojos en blanco o no, si se le ponen los labios morados o no, si las convulsiones provocan espasmos o no… Cualquier detalle, por pequeño que sea, les vale.
Lo de Bosco es una reacción muy, muy rara, pero que puede pasar, a la gastroenteritis aguda que tenía. Se ve en niños muy pequeños con cuadros como el de Bosco, sin fiebre y bien hidratados, y no implica nada más, aunque puede volver a convulsionar mientras le dure esa misma gastroenteritis, por eso le pusieron tratamiento mientras estuviera malo. Que le haya pasado esta vez no implica que vuelva a pasarle en la próxima gastroenteritis; es más, el neurólogo que nos dio el «alta definitiva» dos meses después (a los controles, en urgencias no llegamos a pasar la noche porque no había camas libres y Bosco no había repetido episodio mientras estuvimos allí) me aseguró que en toda su carrera, y no era poca, sólo había visto repetir un único caso, cosa que me dejó muy tranquila; espero seguir igual con la próxima gastroenteritis, jaja.
Por suerte lo de Bosco se ha quedado en un susto del que podremos olvidarnos. Para mí ha sido una bofetada de realidad para aprender a dar las gracias por lo que tengo, para disfrutar de los que quiero cada segundo, porque al segundo siguiente te puede cambiar la vida por completo, y para saber que quiero que mis hijos, el día de mañana, demuestren su humanidad y solidaridad hacia los demás como lo hicieron con nosotros, y en ello estoy trabajando. Yo jamás olvidaré al conductor de aquella ambulancia, su mano sobre mi hombro, sin conocerme de nada, para tranquilizarme cuando más lo necesitaba; la paciencia con que preguntaban los médicos qué había pasado y esperaban a que nos tranquilizáramos para poder contarlo; las miradas de «ánimo, valiente», el cariño con que trataban a mi hijo, aunque él tampoco puso mucho de su parte (estaba enfadado con el mundo y sólo quería irse de allí: teníais que haber visto la sonrisa de oreja a oreja cuando vio que nos daban por fin el alta).
A todos, de corazón, gracias y mil gracias: hacéis una gran labor.
-María