Estoy segura de que este post no es nuevo para nadie, y que todos los que tenéis más de un hijo lo habréis notado antes o después, pero el otro día hablaba con una amiga del vínculo tan especial que tenían nuestros hijos, de edades parecidas, entre hermanos, y hoy me he levantado pensando en ello.
Los dos primeros años de mis hijas fueron durillos, no os voy a engañar: encontrarte de pronto con un bebé en brazos cuando la «mayor» acaba casi de lanzarse a andar es una locura en todos los sentidos, por mucha ayuda que tengas. Mi madre siempre me decía eso de: «ya verás, luego jugarán un montón juntas» y yo, aunque quería creérmelo, en el fondo pensaba que ya veríamos. Mi hermana y yo nos llevamos 3 años y no podíamos ni vernos, así que, ¿por qué iba a ser distinto?
Evidentemente, mi madre tenía razón (¿por qué no aprenderé?): Ana bebía los vientos por su hermana desde que empezó a enfocar con la mirada, y aunque ahora tenga un carácter de aquí te espero y quiera ser ella la que lleve la voz cantante en los juegos, lo cierto es que lo que diga su hermana va a misa.
Me encanta ver cómo se buscan la una a la otra para jugar; cómo se ayudan cuando ven que la otra lo necesita; cómo cuida Ana de Blanca cuando ésta llora (porque la llorona es la mayor, qué le vamos a hacer), y cómo se pone Blanca de parte de Ana, y la consuela, cuando regaño a la pequeña por habérmela liado (porque sí, me las lías, ¡y muy gordas!, aunque luego me compra con sus besos y abrazos y se me olvida rápido).
A veces, después de acostarlas por la noche, se las oye cuchichear, muertas de la risa, contándose una chorrada detrás de otra en voz baja para que no las mandemos callar. Y en el fondo me encanta. Aunque tenga que hacer un esfuerzo extra por no mandarlas callar para que se duerman, porque sé que al día siguiente les costará despertarse; aunque lo cierto es que siempre caen rendidas enseguida, y entonces pienso que esos momentos de complicidad entre hermanas compensan con creces las legañas del día siguiente.
Me hace gracia que, teniendo dos personalidades tan distintas, se entiendan tan bien entre ellas. Que tienen días malos, no lo niego, en los que se pelean y no quieren saber nada la una de la otra; días en los que acaban con los nervios, y la paciencia, de su madre, para qué vamos a negarlo, pero también creo que es ley de vida: todos necesitamos tener nuestro espacio de vez en cuando.
Y, sobre todo, me gusta que, pase lo que pase y por muy torcido que tengan el día, al final siempre se les olvida y van corriendo a buscarse para inventar nuevos juegos, «leer» cuentos juntas o pintar castillos llenos de princesas de trajes con cola que luego colorean.
-María