En los meses de junio y julio me he sentido «mala madre». Probablemente no lo haya sido tanto, o de eso intentaba convencerme mi marido, que es más bueno que el pan, pero así me sentía cada día al acostarme. El caso es que estábamos de mudanza. Finalmente, como ya os conté hace algún tiempo, la realidad de que no cabíamos en nuestra casa se hizo patente y la verdad es que tuvimos suerte: encontramos un piso mucho más grande (casi el triple) muy cerca de donde vivíamos y a escasas 4 manzanas del parque del Retiro madrileño, alquilamos el nuestro a dos chicas encantadoras y, hasta aquí, todo nos salió redondo. Pero claro, el piso nuevo, aunque grande, estaba antiguo, y nos ha costado sudor y lágrimas el hacerle un lavado de cara, aunque ahora estemos encantados con el resultado.
El caso es que el lavado de cara, para hacerlo a un precio razonable, implicó aprenderse los nombres de los muebles de Ikea de memoria de tantas visitas que hice, saberme todos los tipos de tarima del mercado y los precios en los distintos almacenes, etc, etc, etc. Así que trabajando por las mañanas y haciendo viajes cada tarde a Ikea, Leroy Merlin, Bricor, Carrefour y demás, lo de las tardes con mis pequeños en el parque escaseó en junio y julio, la verdad. Claro que muchos días me liaba la manta a la cabeza y me los llevaba conmigo a las tiendas, pero los pobres acababan agotados y hartos, así que había días que me iba yo sola. Y una se siente fatal. Aunque lo haga por ellos, para que tengan una casa donde puedan correr, una habitación de juegos, un rincón para pintar, etc. Una se siente fatal.